El sábado pasado, la ex guerrillera y economista Dilma Rousseff se convirtió en la primera mujer en gobernar Brasil, el país más poderoso de América Latina.
La nueva presidenta recibe de Luiz Inácio Lula da Silva, su mentor, una sociedad brasileña en un envidiable momento. En sus ocho años de mandato, Lula llevó al coloso suramericano a convertirse en la novena economía del mundo, sacó a más de 20 millones de habitantes de la condición de pobreza, bajó el desempleo a niveles históricos y se consolidó como un protagonista dentro de la comunidad internacional.
El mayor desafío político de Rousseff será encontrar la combinación perfecta para balancear la continuidad de los logros de Lula, razón por la que ganó las elecciones, y la necesidad de imprimir su sello personal. En la selección de su gabinete y en su discurso de posesión, la mandataria ya empezó a construir los vasos comunicantes con el gobierno anterior: 16 de sus ministros trabajaron con Da Silva, su equipo económico refleja el seguimiento de las exitosas políticas lulistas y disipó las dudas iniciales de sectores del empresariado sobre un eventual viraje drástico hacia la izquierda en materia económica.
La toma de posesión de Rousseff ratificó los dos frentes claves para la administración que comienza: la economía y la política exterior. La presidenta, famosa por su recio carácter y competencia administrativa, identificó la lucha contra la pobreza extrema, que aún golpea a 22 millones de brasileños, como su principal prioridad social. Una de las muestras tangibles del reciente progreso ha sido precisamente el crecimiento de una clase media que Dilma busca consolidar y que será vital para el acelerado tránsito hacia la condición de potencia mundial.
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