El desenlace de la revuelta popular egipcia depende de la actitud final de los militares. Hosni Mubarak ha designado un nuevo Gobierno, pero tiene la intención de permanecer en el poder. En un discurso vacío y tardío, el presidente de Egipto ha formulado vagas promesas reformistas, familiares a los egipcios en los últimos años, pero a la vez ha puesto al Ejército en las calles y decretado el toque de queda. Estas medidas no han conseguido por ahora calmar una violencia creciente, como el número de víctimas de la represión: el abultado número de muertos se desconoce y los heridos se cuentan por millares. Los manifestantes que continúan en las calles de las grandes ciudades entienden que el Gobierno no pinta nada en un país sometido desde hace 30 años a la voluntad de Mubarak. Su exigencia es la renuncia del presidente.
En el dilema habitual para los dictadores acorralados entre ceder poder o acentuar la represión, Mubarak parece haber escogido lo segundo. El desarrollo de los acontecimientos en Egipto guarda similitudes con el vecino Túnez. También el ex presidente Ben Ali destituyó a su Gobierno, pero se vió forzado a huir del país al no conseguir el apoyo del Ejército para aplastar la revuelta. Es inevitable suponer que Mubarak (militar, como todos los presidentes egipcios que se han sucedido desde el derrocamiento de la monarquía por un grupo de oficiales, en 1952) se ha asegurado la lealtad de los generales -una casta opaca, espina dorsal del régimen- antes de sacar los tanques. El vicepresidente nombrado ayer, Omar Suleimán, militar, es el jefe de la inteligencia, y el nuevo primer ministro, Ahmed Shafiq, un ex jefe de la fuerza aérea.
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