Ahora que las rebeliones en Libia, Yemen, Bahrein y Siria están en ebullición, no es una exageración afirmar que la olla a presión del autoritarismo que ha sofocado la libertad en el mundo árabe durante siglos finalmente puede estar dejando salir a 350 millones de árabes al mismo tiempo.
Estoy convencido de que es lo que tarde o temprano tendrá que suceder. Que el ómnibus de los autócratas vaya calentando motores; y el tuyo también, Ahmadinejad. Como alguien que siempre ha creído en el potencial democrático de esa región, las perspectivas futuras tiñen mis sentimientos de verdadera esperanza y preocupación al mismo tiempo.
Esperanza, porque los pueblos árabes están luchando por tener gobiernos más representativos y más honestos, que es precisamente lo que necesitarán para superar los tremendos déficits en materia educativa, libertades individuales y derechos femeninos que los mantienen tan rezagados respecto del resto del mundo. Pero para recorrer esa distancia hay que atravesar un campo minado de conflictos tribales, sectarismos y problemas de gobernabilidad.
La mejor manera de comprender el potencial y los riesgos de esta transición es pensar en el caso de Irak. Ya sé que Irak ha generado una división tan amarga en Estados Unidos que nadie quiere oír hablar de ese país. Pero esa experiencia nos ofrece algunas lecciones sobre cómo manejar la transición hacia gobiernos democráticos en un Estado árabe multisectario cuya tapa a presión acaba de saltar.
Para una democracia hacen falta tres cosas: debe haber ciudadanos -o sea, personas que se sienten parte indiferenciada de una comunidad nacional en la que cualquiera puede ser gobernante o gobernado-; debe existir autodeterminación, vale decir, derecho al voto, y también eso que Michael Mandelbaum, autor de Democracy's Good Name, llama "libertad".
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