Los rebeldes ejecutan en Trípoli actos de venganza contra los fieles a Gadafi pese a la prohibición expresa del presidente de los insurrectos. Ojo por ojo, diente por diente. Lo recoge el Corán, el texto sagrado que los grupos insurgentes parecen estar siguiendo al pie de la letra o, al menos, en lo que se refiere al acto de venganza, que rechazó con ahínco el presidente del Consejo Nacional de Transición, Mustafá Abdel Jalil. «Queremos una nación islámica moderada que respetará los Derechos Humanos. Pido a los rebeldes que no actúen con venganza contra los hombres de Gadafi», dijo el jefe de las tropas insurrectas el lunes, cuando los rebeldes irrumpieron en Trípoli y emprendieron la conquista. A medida que se recrudece la batalla aumentan las sospechas sobre posibles ejecuciones en masa.
Solo cuatro días después del asalto, crece la preocupación sobre la violencia que se están empleando en las redadas contra las milicias de Gadafi. Casi todo vale. Basta un simple soplo de un vecino de Trípoli acusando a otro de gadafista o de pertenecer a los Comités Revolucionarios impulsados por el líder libio para acabar ejecutado. Incluso cualquier joven puede ser tachado de mercenario del tirano y, sufrir por tanto las peores consecuencias, por el mero hecho de ser negro, cuando posiblemente había huido de algún confín de África en busca de algo que llevarse a la boca en los campos del petróleo.
Duros interrogatorios
Podría ser el caso de Sair, un joven de piel negra que no alcanza ni siquiera los 16 años. El miércoles fue apresado por los rebeldes y llevado hasta el llamado centro de seguridad, una vieja escuela situada en el centro de la capital. Finge sonreír y muestra sus manos magulladuras. Rodeado de una montaña de paquetes de cigarros y colillas de los jóvenes de la revolución, responde a las arremetidas: «No, yo no soy francotirador». Pero los interlocutores quieren, a toda costa, escuchar lo contrario. «¡Lo eres! ¿Has matado a la gente, ¿verdad?», grita como desprendiendo fuego por los ojos un rebelde encapuchado procedente de Bengasi. En el área de Mezran, en pleno corazón de Trípoli, en otra escuela que hace estos días de prisión para las supuestas milicias, grupos de rebeldes se agolpan en torno a la detención de otro joven, con cara de menor de edad, al que supuestamente se le ha visto defendiendo la autocracia del coronel apostado en algún tejado de una vivienda en Trípoli. «Nos han dicho que ha matado a mucha gente», apuntó Mouafak El Wakil, vigilante de la revolución que flanquea la entrada de la escuela e impide el paso a esta redactora.
La arbitrariedad con la que se mueven los rebeldes para ejecutar a detenidos y la agresividad que emplean contra los presos lo viene denunciando desde hace meses la organización Amnistía Internacional, que alertó de «las palizas y de los saqueos que se producen contra las supuestas milicias de Gadadi». Las tropas insurrectas van a la desesperada buscando pistas del tirano y si eso conlleva errores en los arrestos no importa. El enviado de la agencia Reuters dijo haber contado ayer 30 cuerpos sin vida de leales a Gadafi en un campamento militar de Trípoli. Tenían las manos atadas, señal de que fueron ejecutados sin compasión.
Cada día que pasa crece el nerviosismo en las filas de los insurgentes, porque aunque controlan prácticamente toda la capital, la aparición de nuevos francotiradores en las calles de Trípoli disparando contra niños, mujeres y combatientes amenaza el final de la era Gadafi. Ayer, el hotel Corinthia, donde se hospeda la mayoría de periodistas, fue tiroteado durante 45 minutos por leales al régimen.
Fuente: EL PERIODICO DE ESPAÑA
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