Vestido con el sempiterno uniforme kaki y cubierto con un lienzo rojo, el cuerpo de Kim Jong-il fue expuesto hoy en el palacio Kumsunsan, que alberga el mausoleo con la momia de su padre y fundador de la República Popular Democrática de Corea, Kim Il-sung, fallecido en 1994. La televisión nacional mostró distintas imágenes del catafalco de quién la presentadora llamó: “Nuestro querido líder, que nos guió y lo sacrificó todo por la reunificación del país y por su pueblo”. El heredero de la única dinastía comunista existente, Kim Jong-un, rindió tributo a su padre, junto con altos mandos del Ejército y del Partido del Trabajo.
En las calles del país, mientras tanto, se sucedían las escenas de llanto, a veces histérico, y los golpes de pecho, según mostraba la televisión norcoreana y reproducía el principal canal surcoreano. Gentes de todas las edades depositaban flores en señal de duelo delante de las grandiosas esculturas y pinturas de Kim Il-sung, con su hijo Kim Jong-il, que iluminan Pyongyang, la capital del paraíso.
Por extraño que parezca, muchas de las lágrimas que se derraman estos días son espontáneas. La gran mayoría de los 24 millones de norcoreanos no sabe qué existe más allá de sus fronteras. Jamás ha escuchado nada peyorativo sobre sus líderes, sino las mismas machaconas frases sobre la “bondad”, el “trabajo” y el “esfuerzo” de sus dirigentes, que luchan a capa y espada contra el “imperio del mal” estadounidense y japonés que pretende ocupar la “sagrada tierra” de Corea.
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