Ha bastado una semana de protestas callejeras, tras unas elecciones presidenciales fraudulentas, para resquebrajar un tinglado político que, como el iraní, llevaba funcionando 30 años con apariencia de solidez. El poder, concentrado en las manos del ayatolá Alí Jamenei, ha pasado a la represión abierta de quienes no admiten la amañada reelección del fundamentalista Ahmadinejad, reconocida ya como tal por el Consejo de Guardianes, instancia dirimente, y minimizada con el impresentable argumento de que no afecta a más de tres millones de votos. Teherán, como en las mejores falsillas, acusa a los países occidentales de fomentar la revuelta y amenaza con la expulsión de embajadores. Los Guardianes de la Revolución, el poderoso cuerpo armado ultra, ligado a la élite clerical y su verdadera póliza de seguros, avisó ayer de que llegado el caso aplastará sin contemplaciones (eso sí, revolucionariamente) las protestas.
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