Si algo aprendió Hugo Chávez de Fidel Castro, su mentor político, es que la guerra no acaba nunca. De ahí que, una vez alcanzado el poder, lo mejor sea convertir el palacio presidencial de turno en un puesto de mando guerrillero desde el cual aplicar incansablemente la estrategia de la confrontación permanente.
Como el palacio de la Revolución habanero, Miraflores es desde hace diez años un cuartel general: el de la guerrilla bolivariana que nunca existió. Un puesto de mando que alberga, bajo la dirección única del comandante Chávez, a disciplinados militares, teóricos del marxismo y "boliburgueses" sin más credo político que el manual de instrucciones de un Hummer.
Al vicepresidente Ramón Carrizález, un coronel del ejército retirado de carácter introvertido, le llevó un par de años darse cuenta de que su cargo era, más que un ascenso, un regalo envenenado. Desde que llegó al poder, en 1999, Chávez ha tenido seis vicepresidentes. Y sólo el veterano José Vicente Rangel, histórico dirigente de la izquierda desde los años 60, logró aguantar cinco años (2002-2007).
Carrizález, que ocupó puestos destacados en la administración chavista durante los últimos ocho años, renunció, según sus palabras, "por razones personales". En los mentideros políticos de Caracas ya se hablaba de su caída desde la semana pasada. Entre las versiones que circulan sobre su renuncia hay una que avala esa motivación "personal", aunque con un innegable cariz político de fondo.
Hacía tiempo que Chávez venía pidiendo la cabeza de Yubirí Ortega -titular del Ministerio para el Ambiente y esposa de Carrizález- por algunas decisiones medioambientales que consideró desacertadas. Antes de que cayera su esposa, Carrizález -todo un caballero- dio un paso adelante. Lo siguieron su esposa y, un día después, uno de sus más fieles escuderos, Eugenio Vásquez Orellana, ministro de Estado para la Banca Pública.
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