Cinco cadáveres yacen junto a los neumáticos de una furgoneta de bomberos. A su alrededor, decenas de personas se apiñan silenciosas para curiosear entre lo poco que queda de las precarias construcciones donde dormían los fallecidos. Nadie llora. Viviendo como viven en una favela de la zona norte de Río de Janeiro, ni siquiera las mayores lluvias que recuerdan son suficientes para impresionarles a estas alturas.
Es mediodía y el agua lleva casi 24 horas desplomándose sobre la capital fluminense. Lo peor ya ha pasado: según el alcalde, Eduardo Paes, entre la tarde-noche del lunes y la mañana del martes se superó el anterior récord de precipitaciones registrado en 1966. Y con efectos catastróficos: más de una treintena de muertos en la ciudad y cerca de un centenar en todo el estado.
En la zona sur, los efectos de la lluvia se dejan notar sin grandes destrozos en torno a las playas de Copacabana, Ipanema y Leblon. Pero la historia cambia al dirigirse al norte a través de la laguna de Rodrigo de Freitas. Allí, el agua ha mudado su habitual color azul por un marrón amarillento y ha llegado a subir un metro de altura, hasta anegar las avenidas que rodean el inmenso estanque a los pies del Cristo Redentor.
"Nunca había visto la laguna tan alta", se sorprende Timoteo, un taxista carioca que lleva décadas recorriendo la ciudad. "No podéis seguir por aquí", le interrumpe un agente de policía. "Tenéis que dar la vuelta, por allí arriba está todo inundado
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