Entre parecer débil y tolerar una insubordinación militar y comprometer eventualmente el desarrollo de la guerra de Afganistán en un momento especialmente delicado, Barack Obama ha elegido lo segundo. El presidente estadounidense se ha revestido de solemnidad para anunciar en los jardines de la Casa Blanca el relevo del general McChrystal en términos estrictamente institucionales. Como jefe supremo de las fuerzas armadas de su país, Obama dice no haberse sentido insultado por los severos juicios del militar destituido, pero considera que el ejemplo dado por McChrystal, que no ha ahorrado descalificaciones al equipo de seguridad nacional presidencial, podría socavar el control de los militares por el poder civil, piedra angular del modelo político de Estados Unidos y por extensión de cualquier democracia.
La tersa declaración de principios del presidente de EE UU resulta inobjetable. El argumento fundamental de Obama a la hora de tomar su decisión ha sido el de evitar una potencial división en la cúspide entre soldados y civiles, que podría resultar devastadora para los intereses de la superpotencia no solo en el país centroasiático. Un alejamiento, este, que en escalones más bajos ha dejado de ser una posibilidad teórica y se manifiesta larvadamente en Estados Unidos desde la implantación de un ejército de voluntarios. El artículo periodístico que ha motivado la más importante crisis castrense de la presidencia de Obama refleja, a la postre, las crecientes dudas del alto mando sobre el terreno acerca de la posibilidad de ganar la guerra de Afganistán, tras nueve años de invasión y una imparable subida de las víctimas militares. Ya antes de conocer la destitución de su mayor enemigo de uniforme, el Estado Mayor talibán celebraba las discrepancias y consideraba que la publicidad de sus críticas y su repercusión en Washington equivalían de hecho a la primera derrota política de la superpotencia en suelo afgano.
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