Al enterarse de una noticia que gira en torno a cierto grupo de 11 personas, dos de ellas de apellido Peláez y Lázaro, cualquiera pensaría que se trata de alguno de los cuatro equipos de habla hispana que han llegado a las últimas rondas de la Copa Mundo en Sudáfrica. Ni siquiera John Le Carré, el más talentoso novelista de intrigas internacional, habría imaginado que Vicky Peláez y Juan José Lázaro, columnista de un diario latino ella y profesor universitario él, son parte de una célula de espías rusos en Estados Unidos.
Entre los nueve restantes hay hombres de negocios, hay graduados de la prestigiosa Escuela de Gobierno de la Universidad de Harvard y hay asesores financieros, muchos de ellos marido y mujer. Parecían parejas normalitas. Pero, según la justicia estadounidense, se trata de espías postsoviéticos de los nuevos tiempos, que trabajan sin protección diplomática y pasan a Moscú toda suerte de información, parte de la cual se consigue sin mayor dificultad en internet y en Facebook.
De modo que, como en los viejos tiempos, el FBI arrestó esta semana a los 11 infiltrados y los ha puesto en manos de un juez. Podrían recibir penas de hasta cinco años de prisión. La detención de los "espías suburbanos", así motejados porque vivían en cómodos barrios de clase media, parece un anacronismo. Antes de que cayera el socialismo real, hace dos décadas, el espionaje era una actividad preñada de misterio, peligro, ingenio y aventura.
Cosmonautas, ajedrecistas y espías sin abrigo diplomático eran los héroes populares de los soviéticos. Los espías legendarios, en particular, recibían en la URSS el cariño y la admiración que otros países reservan a cantantes y futbolistas. La fama de nombres de carne y hueso, como Rudolf Abel y Konon Molody, competía con la de agentes ficticios occidentales al estilo de Bond, James Bond.
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